«Para nosotros el entierro final no empezó el 11 de noviembre», esta afirmación de José de la Cruz Valencia llama la atención sobre el intenso trabajo que se emprende para hacer realidad el retorno de los restos de los familiares asesinados y poder realizar todo el ritual con plena participación de las familias, las comunidades rurales y las instituciones. Cada aspecto es detallado desde las cocinas comunitarias, las diferentes instituciones de la cabecera municipal, el transporte de las comunidades rurales, los familiares que llegan de diferentes lugares del país, el hospedaje. Ritualizar y dignificar el tratamiento de los familiares asesinados en la masacre es un trabajo espiritual y simbólico que exige un intenso trabajo colectivo, comunitario y de articulación institucional. Todo el cuidado pone en evidencia la magnitud de este encuentro entre vivos y muertos.
El regreso
En una caravana de botes acondicionados para transportar los 102 cajones con los cuerpos de los familiares asesinados, la comunidad emprende el recibimiento de sus seres queridos tras estar más de dos años en laboratorios del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses en Medellín e Itagüí. Entre el 11 y el 30 de noviembre de 2019, después de 17 años de sufrir uno de los crímenes más atroces del conflicto armado colombiano, las familias y comunidades afros e indígenas de Bojayá, reciben, nombran, velan, recorren, entierran y acompañan durante día y noche los cuerpos de sus seres queridos asesinados y masacrados entre abril y mayo de 2002.
Imágenes de noviembre 12 de 2019 en Bellavista viejo, cuando familiares entran con los cuerpos de las víctimas mortales de la masacre por primera vez a la iglesia San Pablo Apóstol, donde murieron en 2002. Foto: Natalia Quiceno.
Volver al lugar donde encontraron la muerte
Después de agradecer al pueblo de Vigía del Fuerte, vivos y muertos cruzan a la otra orilla del río Atrato hacia el antiguo pueblo de Bellavista. Por primera vez los cuerpos vuelven al lugar donde encontraron la muerte. Los integrantes del Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá van nombrando a cada una de las personas. Ante cada llamado, los familiares se acercan y reciben a su ser querido.
Poco a poco se forma una gran procesión encabezada por las cantadoras. Ellas entonan los cantos fúnebres para acompañar la entrada de los muertos a la iglesia. Al interior de la iglesia, en un círculo donde los familiares sostienen a sus seres queridos en pequeños cajones, el canto retumba con fuerza. Una de las mujeres del pueblo toma el micrófono y en homenaje a los muertos caídos en la masacre reafirma con su grito: «Ni una gota de sangre más en Bojayá. ¡Queremos la paz!». Una de las familiares dice que a pesar del dolor que se revive, ella siente tranquilidad porque «por fin ellos tendrán su casa propia».
Los cuerpos y sus familiares salen solemnemente de la iglesia con los cantos de las alabadoras para volver a embarcarse rumbo al pueblo nuevo de Bellavista, el lugar donde la mayoría estuvieron durante 14 años enterrados y mezclados en bolsas y sin ser identificados de manera apropiada. Al llegar se crea una calle de honor para que los cuerpos entren al pueblo y se realice un acto de recibimiento desde los diferentes credos que se profesan hoy en la comunidad. Mientras tanto, 24 cuerpos parten rumbo a Pogue para tener una noche de velorio con toda su comunidad. Este viaje rememora el paseo por el pueblo que suelen hacer los muertos cuando culmina su velorio; un trabajo ritual de recorrer el territorio, entrar a los lugares más frecuentados y visitar las casas de las personas queridas para que la persona muerta pueda descansar en paz. Al paso por cada comunidad del río Bojayá, las personas esperan en la orilla del río con banderas blancas y mensajes en honor a los muertos.
Cajones con los cuerpos de las víctimas embarcados por el río Bojayá.
Noviembre 11, 2019. Foto: Natalia Quiceno.
Primer velorio en Pogue
El primer velorio se realiza a las 24 personas del corregimiento de Pogue la noche del 11 de noviembre. Al llegar a esta comunidad, el canto de las alabadoras se une al de los niños, niñas y jóvenes del Semillero de Cantadores de Pogue que esperan en el puerto. En la oscuridad se desembarca uno a uno los cajones. Grupos de mujeres elaboran más de quinientos panes para el velorio y acondicionan una olla comunitaria para alimentar a todo el pueblo. Otras personas construyen una gran ramada para el altar mientras las personas sabedoras, expertos y expertas en elaboración de tumbas y altares, adecúan y decoran un altar para 12 cajones cafés que corresponden a las personas adultas y otro para los 12 cajones blancos que corresponden a los niños y las niñas.
El velorio en Pogue termina a las seis de la mañana y se espera que a las ocho de la mañana se realice el recorrido de los cuerpos por las diferentes calles del pueblo. Este momento es la despedida final del territorio y la comunidad donde habían sido ombligados. Sin embargo, la lluvia recibe ese nuevo día como en un gesto que, como recuerda Saulo Enrique Mosquera (q. e. p. d.), indica a los vivos que «los muertos no se querían ir». Este momento aviva el dolor de los familiares, activa la memoria de la vida de sus seres queridos fallecidos y se convierte en una oportunidad para hacer una pausa en los lugares que rememoran sus historias para compartir anécdotas y recordarlos en vida. Al terminar este recorrido los botes están listos para embarcarse nuevamente. El 12 de noviembre, los 24 cajones con los restos de las víctimas oriundas de Pogue emprenden nuevamente su viaje por el río para volver al pueblo de Bellavista nuevo y rencontrarse con los otros muertos.
Entrega individualizada de información por familias extensas
De regreso a Bellavista nuevo, los ataúdes se ubican en el auditorio, juntos a los demás cajones que estuvieron bajo la custodia permanente del Cristo Mutilado de Bojayá, la Guardia Negra y los custodios del CTI de la Fiscalía General de la Nación. Diariamente, entre los días 12 y 17 de noviembre, algunos de los cuerpos son llevados al Centro Infantil para las sesiones de información técnico-científica donde la Fiscalía, Medicina Legal y Equitas entregan a cada familia la información sobre el proceso y resultados de los análisis forenses de los cuerpos y para firmar el acta de su entrega. Las familias escuchan, hacen preguntas y preparan mensajes que dispondrán dentro de cada cajón antes de su cierre. Profesionales psicosociales y el equipo de cuidadores locales se encargan del cuidado emocional y preparación logística del momento de entrega.
El encuentro con la información y con preguntas que siguen sin respuesta cimienta el dolor o la rabia. «¿Dónde apareció la parte del cuerpo que tienen?», pregunta la hermana de una de las víctimas de quien ese día solo se entrega un hueso. Los familiares hablan entre sí, recuerdan lo que vieron y escucharon, y el integrante del Comité que les acompaña reitera a las instituciones la expectativa de las familias de que se acepten los errores cometidos y se comprometan a continuar la búsqueda. Para esta familia y la comunidad no hay cierre, la mujer asesinada ahora está desaparecida.
Las cantadoras y rezanderos/as se ponen a disposición de las familias y sus necesidades de acompañamiento con el dolor generado por las explicaciones brindadas, así como para el momento tan difícil en que se abren los cajones. En consulta con las familias cantan, rezan y envuelven cuidadosamente los restos de los cuerpos de las personas adultas en una tela blanca, un lazo con siete nudos que en palabras de los sabedores simbolizan siete pies bajo la tierra y los siete escalones al reino de dios; y los de los niños en tela de colores. Un ángel de cerámica representa a aquellos de quienes no quedan restos para despedir. Los angelitos que mueren en el vientre de su madre o nacen en el momento de la masacre aunque no son reconocidos por el Estado colombiano como víctimas directas tienen un lugar en todo el proceso de entrega individualizada y en el ritual del entierro final. Con la ubicación de mensajes preparados por los familiares sobre telas blancas llega el cierre del cofre y el llanto, los abrazos y la tristeza profunda de jóvenes y personas adultas se entrelaza con el canto y la oración.
Asamblea
El último encuentro, de muchos que se dieron desde el 2016, de la Asamblea de Familiares de Bojayá, se realiza en el salón parroquial de la iglesia de Bellavista nuevo, y tuvo como objetivo la socialización de lo encontrado en la fosa 75 y otros casos especiales. Durante la sesión se puso en manifiesto la necesidad de un compromiso interinstitucional y comunitario por seguir indagando para esclarecer a quiénes pertenecen los restos que allí yacen, pues todos estos casos quedan abiertos y exigen la continuación del trabajo colectivo, así como el compromiso institucional para resolver estos casos. Yúber Palacios recapitula el proceso y recuerda que todos están ahí por un trabajo realizado colectivamente desde el 2014, que nace «de la duda de los familiares» y de la exigencia de un informe detallado a la comunidad sobre las diligencias realizadas en el 2002 y 2004 por la Fiscalía, y agrega
Fue en ese momento cuando las dudas se confirmaron y aparecieron otras nuevas. Apareció la fosa 75 donde estaban mezclados treinta cuerpos de las víctimas de la masacre, se descubre que la niña Yorlenci Rivas Mena se encontraba en un laboratorio en Bogotá, que no se tenía información sobre algunos cuerpos por lo tanto eran personas desaparecidas, y que muchos otros estaban enterrados en lugares diferentes al que sus familiares imaginaban. Este recuento reafirmaba una vez más que a pesar de que exhumar rompía nuestra tradición, lo hicimos apelando a razones justas.
Después de un detallado informe de la funcionaria del Medicina Legal se deja evidencia del trabajo que aún resta por hacer para lograr identificar y encontrar a todas las víctimas de la masacre.
Hacer el balance, recibir la información técnica y científica, no es un asunto sencillo. Los cuerpos de familiares agotados por el calor son reactivados y fortalecidos con un relato del gran escritor Miguel A. Caicedo, recitado por el padre Sterlin Londoño. Bojayá, 16 de noviembre de 2019.
Imagen de la presentación de la obra de teatro Honrar los sagrados espíritus a cargo del grupo de teatro de jóvenes de Bellavista durante el evento público desarrollado en el marco de la entrega individualizada y entierro final. Bellavista. Noviembre 17, 2019. Foto: Natalia Quiceno.
Acto Público
La jornada del 17 de noviembre, día en el que se realiza el acto público, comienza con la celebración de una misa eucarística y la presentación de una obra de teatro que sus participantes pidieron no aplaudir.
La obra presenta un recorrido por los sucesos y los mensajes de las conmemoraciones realizadas cada 2 de mayo durante 17 años. Ante la mirada conmovida de la audiencia, la obra no recibe aplausos y recalca desde las voces de los más jóvenes que «el tiempo pasa y la historia se repite». Además de ello, los cantos del semillero de jóvenes, niños y niñas de Pogue entonan públicamente sus exigencias y homenaje a los muertos que hoy son sus ancestros.
En el acto se esperaba la participación del presidente o de delegados del Gobierno. Sin embargo, el presidente no llega, ni emite ningún comunicado o explicación sustanciada a las comunidades afro, indígenas, familias y Comité que los esperan. «Craso error que el gobierno no asista a uno de los actos más significativos de reparación colectiva del país y que revive una de las peores masacres del conflicto colombiano», señala uno de los líderes del Comité.
Como antesala del acto público, varias organizaciones étnico-territoriales y la Diócesis de Quibdó presentan la «Carta abierta al presidente de la República sobre el inminente riesgo de una nueva masacre en el municipio de Bojayá». Paso seguido se lleva a cabo el acto que acordaron el Comité y las familias para el diálogo y la negociación con el Gobierno. Uno de los representantes del Comité lee un comunicado que enfatiza los asuntos que quedan pendientes: el manto de impunidad que persiste sobre la masacre de 2002 y la violencia sistemática y generalizada para los pueblos afros e indígenas del Atrato; el deber de continuar los procesos de búsqueda e identificación de las personas que quedan en condición de desaparecidas; la implementación de planes de reparación colectiva, y el reconocimiento como personas de los bebés en estado de gestación que murieron con la explosión del cilindro bomba.
Es un momento de diálogo ecuménico en el que tienen cabida distintos actos rituales de distintas religiones, así como actividades sociales vinculadas al juego, como actos de acompañamiento y duelo. Como refiere el padre afrochocoano Sterling Londoño, son un espacio de duelo ritual, sagrado, familiar y relacional.
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Altares con los 102 cajones de las víctimas de la masacre de Bojayá, durante rituales de entrega y velorio. Noviembre 2019. Fotos: Pilar Riaño y Natalia Quiceno.
Entierro
El entierro colectivo, representado en medios y páginas institucionales como la fase final de un duelo postergado por más de 17 años, es por el contrario para familiares y Comité una experiencia colectiva mediante la que cierran y abren nuevos ciclos en su deber de cuidar y reparar la relación con los muertos alterada por el conflicto armado.
Enterrar a los muertos asesinados y masacrados en el 2002, tras tantos años de espera, se experimenta como «un segundo gran dolor», señala Saulo Enrique Mosquera (q. e. p. d.). La mañana del 18 comienza con una misa celebrada por varios representantes de la Diócesis de Quibdó. El padre Antún Ramos, que vivió la masacre junto a la comunidad, cierra el acto litúrgico señalando que «al final, si descansan los muertos también descansamos los vivos». Con el Cristo Mutilado de Bojayá al frente, inicia la procesión que acompaña a los muertos a la jornada de entierro que dura aproximadamente ocho horas ininterrumpidas. La llegada al lugar de disposición final es precedida por rituales de canto y armonización que realizan los sabios yerbateros embera.
El entierro es por grupos para permitir el acompañamiento en el dolor y posibilitar que cada familia tenga el tiempo para decir algunas palabras, permanecer en silencio o dedicar canciones a quienes se están enterrando. Como dice un familiar, las palabras, rezos, cantos y canciones son necesarios para «poder llorar y sentir más». La jornada culmina a las ocho de la noche con el entierro de un niño entre cuatro y ocho años al que no fue posible establecer su identidad y la disposición de dos ataúdes con las partes y fragmentos no identificados en la última bóveda del mausoleo que dice «De la mano de Dios y la ayuda de la ciencia los identificaremos “Víctimas por identificar”».
Al cerrar la última bóveda, un poco más allá de las ocho de la noche, la tristeza de todos los presentes no se hizo esperar. Aunque la mayoría de las familias se iban retirando a medida que enterraban sus familiares, muchas personas incluidos líderes, lideresas, acompañantes y funcionarios aún permanecen en el lugar y este momento significa para algunos/as el cierre de su labor. Este niño no solo fue adoptado por todo el pueblo bojayaseño sino por cada uno de los/as funcionarios/as que acompaña el proceso y siente abierta la responsabilidad de aportar con su trabajo al esclarecimiento de lo que sucedió en Bojayá.
Altar novena corrida. Foto: Natalia Quiceno.
Última novena
Esa misma noche se da inicio a las novenas. En las ocho noches de novena corrida se realizan rezos y cantos en la intimidad que recupera el pueblo cuando instituciones y periodistas salen de Bellavista. Cumpliendo con el deber de que el muerto nunca está solo, cada noche amanecen algunos familiares y personas de comunidades rurales cercanas.
Aunque el cansancio ya diezma la resistencia de muchos, los chistes, las historias y el compartir que caracteriza estos encuentros recargan de fuerza a los participantes.
Mientras semillas de paz se siguen regando para insistir en los diálogos y en la implementación de los acuerdos de paz logrados en La Habana, la avanzada de nuevos grupos paramilitares y guerrilleros exponen a las comunidades a confinamientos, reclutamientos, asesinatos y desplazamientos forzados al momento de las novenas y un joven es asesinado. La comunidad persiste en cerrar los ciclos de la muerte violenta recuperando la dignidad de vivos y muertos, pero el conflicto armado pervive en su territorio.
Una tumba de cuatro caras se construye el 26 de noviembre en el centro del salón parroquial de Bellavista. Un gran velón, una mariposa negra o el símbolo del luto y un vaso con agua con la planta de escubilla son el eje de las cuatro caras decoradas con coronas de flores moradas y blancas y botellas de cerveza que hacen las veces de candelabros. El levantamiento de la tumba es uno de los momentos más fuertes del ritual mortuorio pues se trata de la última despedida a los seres queridos. Una despedida contundente que marca el inicio de una nueva relación. Las almas de los muertos se van a descansar después del trabajo ritual constante realizado por los vivos, mientras estos quedan «conformes» de haber saldado una deuda espiritual y de tener, por fin, un lugar digno para su descanso.
Ese lugar que hoy representa el mausoleo en el cementerio del pueblo de Bellavista es una prueba material de la dimensión de la masacre de 2002, así como el espacio donde las familias, amigos y vecinos seguirán honrando a sus muertos, podrán llevarles flores y mantendrán viva su memoria.
La mortuoria se hace en comunidad
La familia para las personas atrateñas tiene un sentido de hermandad que va más allá de los vínculos sanguíneos. Uno de los puntos que defiende el Comité es el reconocimiento de la necesidad de tener las condiciones adecuadas para recibir a todos los que quisieran llegar a acompañar la despedida ritual de los muertos de la masacre, pero también de garantizar que los familiares de las víctimas que no eran de primer y segundo grado de parentesco –los que reconocía la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas– puedan llegar a Bellavista para el ritual si así lo consideraban necesario. El sentido comunitario de la muerte y los rituales necesarios para tratarla, expresado en la disposición de la comunidad para recibir y acompañar a familiares –cercanos o de familia extensa– que vienen de otras partes, se sintetizan en la frase que dijo la señora Rosa Córdoba al lado de los cajones de su hijo y su madre a quienes habían recuperado de la iglesia, velado y enterrado en aquel 2002 en el pueblo de Pogue: «Yo ya sabía dónde los tenía. Pero los saqué para hacer el duelo colectivo».
La materialización de los procedimientos de exhumación, identificación, individualización, entrega y entierro final que tienen lugar entre el 2017 y el 2019 es resultado de este largo recorrido que las comunidades afros e indígenas de Bojayá y del Medio Atrato chocoano hemos emprendido para reclamar y garantizar nuestros derechos a la verdad, al duelo, al ritual y al entierro digno de nuestros seres queridos, y contra la impunidad que permanece frente a las violaciones y atrocidades cometidas en el territorio.
Exhumar:
Para los bojayaseños las exhumaciones se piensan como un momento ritual para el cuidado y el acompañamiento.